Hace un par de años los medios mostraron imágenes que parecían inverosímiles. Decenas de niños trabajadores en La Paz, Bolivia –algunos con escasos siete años–, se tomaban la calle y se enfrentaban a la policía. Protestaban en contra de una ley que hacía curso en el gobierno boliviano que pretendía prohibir el trabajo a niños menores de 14 años. Los manifestantes exigían que se les respetara el “derecho” a trabajar.

Alfredo Targui, uno de los niños dirigentes de la movilización, expresaba su indignación por la manera como el gobierno enfrentó la protesta. “Han atentado contra la salud de varios compañeros, nos han golpeado, nos han echado gas lacrimógeno, era lamentable ver que a niños de 8, 9, 10 años les echen gas” dijo.

La fuerza del movimiento obligó a que el presidente Evo Morales recibiera al sindicato de niños trabajadores en el Palacio Quemado. El líder de la protesta, Henry Apaza, un niño de apenas 13 años, exponía sus argumentos con determinación absoluta. El tema es escabroso. En Bolivia se conocen registros de más de 800 mil niños y niñas trabajadores, muchos de ellos en oficios riesgosos para la salud.

La Convención 138 de la Organización Internacional del Trabajo establece los 14 años como la edad mínima para trabajar y el Congreso de Bolivia tenía planeado apegarse a esta normativa. El gobierno, sin embargo, tuvo que poner en consideración las exigencias de los mismos niños y entendió que detrás de la prohibición vendría el trabajo clandestino, sobre el que se dificultarían más los controles para evitar la explotación.

Para Unicef es absolutamente inaceptable el trabajo infantil por considerar que implica exposición de los niños y adolescentes a situaciones de riesgo, violencia y desprotección. Sin embargo, ese panorama deseable de las Naciones Unidad y de cualquier organización o entidad sensata que se preocupe por la infancia es apenas una fantasía alejada del contexto que viven las familias pobres en países como el nuestro.

En Colombia miles de niños aprenden a sortear el demencial tráfico porque desde temprana edad acompañan a sus padres a trabajar en los semáforos. Si bien, la explotación de estos niños es una dolorosa realidad, también es cierto que muchas familias no pueden darse el lujo de evitar que sus niños trabajen porque es la única manera como logran completar lo que se pone en la mesa.

Entonces, sin hacer una defensa al trabajo infantil, es importante tener en cuenta que quizá la raíz del problema está en otro lugar. Para evitar que los niños trabajen tendremos que preocuparnos seriamente en superar la pobreza. Mientras falten platos de comida en la mesa los niños seguirán yendo a las minas, vendiendo en las esquinas, lidiando con el carbón en los mercados. Los niños trabajadores son solo síntoma de un problema que se abraza con tentáculos en la inequidad y la falta de oportunidades.

Muchos se acomodan en una ilusa pretensión de acabar el trabajo infantil mientras de manera hipócrita perpetúan las reglas del sistema que siguen sometiendo a esos niños a pertenecer a la faja de miseria. Mientras unos sigan enriqueciéndose al empobrecer a otros, mientras no hagamos cambios estructurales, con prohibición o sin ella los niños y niñas se verán obligados a trabajar, y lo reclamarán como un derecho en medio de todos los derechos negados.

javierortizcass@yahoo.com
@JavierOrtizCass